miércoles, 4 de noviembre de 2009

No satisfacción

*Dedico este ensayo a Manolo kabezabolo que dio un show tremendo en la ciudad de México a pesar de que sólo habíamos dos o tres fans.

No satisfacción
Hace unas semanas volví a ir a una tocada punk después de varios años, el recital estaba a cargo de un cantautor punk español que venía por primera vez a México. Como es costumbre de los fans, nos preguntábamos si cantaría más temas clásicos que temas promocionales del nuevo disco que nadie conocía y nadie quería cantar, una duda eterna que no se resuelve hasta que se está en el evento. Resultó que el concierto fue un recorrido de su discografía desde los ochenta hasta los discos actuales, y creo que nos dejó a todos muy satisfechos. Yo me lo sospechaba, porque no puede venir una leyenda del punk rock ibérico a México y tocar sólo temas de un disco que ni va a vender porque todos se lo bajarán de Internet. Mientras tocaba esos temas que a todos hicieron mover, en medio de cervezas, anfetaminas y cuerpos sudorosos que gritaban y agitaban las cabezas, me pregunté si en verdad se disfruta tanto cantar las mismas canciones durante los últimos veinte años. Quitar algunas del repertorio y tocar los éxitos de los discos más recientes. Debe ser horrible, repetitivo, aburrido incluso. Mick Jagger debe estar asqueado de siquiera mencionar “I can´t get no satisfaction”; para él, cantar ese tema debe ser como parpadear, como un tic que sin embargo cualquiera, incluyéndome, desearía haber desarrollado.

Mi hermano tuvo la culpa de mi primer acercamiento a la musical y la estética. Tenía yo unos diez años cuando entraba a su cuarto y lo veía todo muy claro desde entonces: el rock and roll y las guitarras eléctricas eran la pura neta, cuando lo veía tocar a un lado de sus posters metaleros agitando su mata, creí que no habría nada más en mi vida, que poseer una guitarra sería lo mejor del mundo. Es facil llevar una y uno no hacía mas que rascarle un poco a las cuerdas para sacar esos sonidos que para esos tiempos ya no asustaban abuelas ni a profesoras de secundaria, pero te hacían sacudir la cabeza a pesar tuyo, pensaba. En ese tiempo descubrí, aunque sin saberlo, mi extrema melomanía. No era un clavado, la verdad, como mi hermano. Escuchaba sus discos de heavy metal al tiempo que también disfrutaba de las canciones rancheras de mamá o los discos de rock clásico de papá. ¿Qué más da un disco que otro? En casi todos ellos encuentras algo nuevo y fresco, incluso cuando escuchas discos hechos hace cuarenta años. En la adolescencia, según la canción de Fernando Márquez, el Zurdo, se carece de prejuicios tontos, y era verdad. No estaba casado con ningún tipo de música, era fiel a toda. Pero pronto perdí ese amor puro y comenzó mi amor por lo excéntrico.

Entrados mis quince años ya poseía, como todos los adolescentes idiotas, la verdad absoluta, según yo. El punk rock era lo más y el metal era para escucharlo alguna vez entre semana. Me cerré a toda la demás música sin más motivo que la estupidez. Aunque fue divertido. Además, en la intimidad de mi cama descubría otro de mis placeres, la literatura. Pero escribir nunca llevaba a nada a los quince o dieciséis años y en las tocadas podías beber cerveza y fumar marihuana casi siempre con tranquilidad. Todo bien hasta que ocurrió mi primer decepción. Qué fácil se veía agarrar una guitarra y soltar gritos. No lo era. Durante mis primeras lecciones de guitarra dije: qué carajo es esto. Me ponían a repetir hasta el hartazgo los mismos movimientos sin llegar a nada, ¿Dónde estaba el arte? En la literatura uno al menos es libre de escribir relatitos ingenuos exagerando aventuras infantiles y auto justificándose. Unos cuantos teclazos, dos mentadas de madre y ya. Eso era la literatura para mí, y las teclas eran mucho más fáciles de tocar que una guitarra o un bajo. Cuando por fin aprendí algunos acordes, intenté sacar “Good save queen” o “The passenger”, pero nunca logré igualarlos. Eso no fue lo importante, pues había visto músicos con poco talento musical pero ingenio para la composición y yo quería escribir canciones. Aún tenía esperanza. Pero ahora, sin vergüenza ni resentimiento puedo decir que nunca tuve el más mínimo talento para hacer una canción, me parecía imposible y hasta hoy lo sigue pareciendo. La música nunca fue lo mío. Y ahora puedo decir con cierta tranquilidad pero no sin envidia, que puedo sentarme frente a la computadora, ver videos, leer, jugar o chatear mientras se me ocurre alguna idea repentina, escribirla en word una sola vez, corregirlo otras cuantas y ya, olvidarme del asunto, escupir la idea antes de que me haga daño. Me puedo incluso arrepentir de escribir cualquier cosa y nunca tendré fans bobos que me exijan que les lea en público un cachito de tal texto, una y otra vez.

Como soy un necio, incluso formé un grupo con algunos amigos. Cantábamos fatal y tocábamos peor. Isac rompía las baquetas en su batería corriente que sonaba como cubetas golpeadas. Omar tocaba el mismo círculo en el bajo en cualquier canción. Javier, el que más rápido se cansó de nosotros daba su toque de ska con la trompeta a nuestras canciones indefinibles. Y yo utilizaba los mismos cuatro o cinco acordes como los dioses me dieran a entender. El resultado fue vergonzoso: tres sesiones de ensayo y la mayoría lo dejamos. Seis horas emborrachándonos en un cuarto casi desocupado de casa de Isak para tocar tres canciones y tocarlas mal. La tortura terminó cuando me di por vencido. No era tan fácil hacer un London Calling. Sólo Isak siguió tocando y se unió a una banda, llevan varios años y parecen un matrimonio. Se disgusta más con su bajista que con su novia (a la que también ha dejado, por culpa de la música), y ahora debe ir a ensayar tres veces a la semana y tocar dos; cinco días a la semana como cualquier empleado.

Yo seguí con la literatura: escribir dos o tres ideas acumuladas como en un bote de basura que se desparrama no me costaba tanto como hacer una canción. Dejé de ir a tocadas pero robaba libros en gandhi (el espíritu puberto-punk seguía ahí) y así conocí a Kiko Amat (¿o fue a Nick Hornby?), y me enamoré de uno de sus personajes del que no recuerdo ni su nombre. Era un Dj y coleccionista de discos que veía a los músicos moralmente inferiores a los melómanos y fetichistas de la música. ¿Qué otra escusa necesitaba? Ahí estaba lo mío. Comencé a bajar música, hartarme de ella, deshecharla, serle infiel y volver con ella tres años después desde la comodidad de mi cama sin que ningún dios me castigue. Trato de manejar a mi antojo mis ideas y mis canciones sin tenerle que ser fiel a ninguna. Puedo hacer personajes tan cínicos y autojustificadores como los de Amat o Hornby y desandar mis pasos, arrepentirme a mis anchas. Ahora que volví a ir a una tocada punk después de mil años veo a ese cantautor como una especie de dios que no deja de eyuacular música y maldiciones, pero su castigo es repetir las mismas ideas hasta el hartazgo, incluso cuando ha dejado de creer en ellas. ¿Qué será de Megadeth ahora que Mustain sólo debe cantar para alabar a Cristo? Sus fans querrán cantar los temas clásicos, chingá.
Y ahora me veo a mí, y prefiero verme como un aferrado a parir y abandonar ideas que no son pegajosas para nadie y aquél que las lea, quizá pensará en ellas y luego las olvidará, las olvidaremos juntos. Todo lo contrario a una tonada que te infecta el cerebro y no puedes dejar de repetir en tu mente, como si se tratara de estornudos incontrolables, de la influenza porcina. Ni modo. Sólo me queda conformarme con el olvido de la literatura porque se me hace más fácil, y acaso para tener algo en común con esos buenos músicos que se llegan a hartar de sí mismos: la absurda idea de creación.
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